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FILOSOFÍA DEL VÍNCULO

FILOSOFÍA DEL VÍNCULO

Es algo más que un pretexto, que una fe inquebrantable, que un vínculo extremo o que un simple lazo. Intento dibujar mi situación en el mapa y no me resulta fácil. Camino por las calles de la ciudad sin un rumbo fijo y los bosques de cristal y de cemento se cierran en lo alto, como un nudo ciego o un manto metafórico, como un esquinazo muerto que niega la vida y la luz de los astros. Siendo como son las cosas es la vieja metáfora de siempre: el frasco de vidrio transparente de donde nunca se escapa la mosca. Y es el viejo caminante de siempre, algo más viejo, algo más cansado, explorando el exterior desorientado. Ahora observa todo con ojos cinematográficos (si es que esto aún es posible); plano/secuencia. Y de un tiempo a esta parte monta y desmonta las imágenes en cierto lugar de su cerebro, muy adentro, ordenando una copia imaginaria que registra los cuerpos y los hechos. Hay están los decorados, las versiones, los personajes; los deseos y las motivaciones. Y hay están las copias de las copias, producto del montaje, en una serie incompleta que se inventa como un documento más en las ficciones del engaño. “Yo ya no tengo esperanza –escribió Jean-Luc Godard-, los ciegos hablan de una salida: yo veo”.

¿Hablar, o escribir para nadie, ocultando la verdad de la palabra? ¿Mirar hacia adonde? ¿Mirar a qué cosa? Como representación de mi ciudad he elegido al azar una imagen de La Gran Vía; la fotografía es de Nuria Rubio Domingo y, como ella misma dice, parece uno de los lienzos hiperrealistas del pintor Antonio López. Pero Madrid también disfruta de otras muchas representaciones espectaculares y verdaderamente impactantes. Obras que arañan cielos y tierra elevándose como la doble afirmación de este diagnóstico: “Toda la vida de las sociedades en las que dominan las condiciones modernas de producción –escribe Guy Debord al principio de su diagnóstico- se presenta como una inmensa acumulación de espectáculos. Todo lo que era vivido directamente se aparta en una representación”. Aunque, mientras miro con ojos cinematográficos (si es que esto es aún posible), mientras camino y escribo esto por las calles espectaculares de la ciudad, el arquitecto premiado, Jean Nouvel, en este caso, reconocido por las instituciones públicas y privadas, aplaudido por el público y aclamado por el éxito, crea su propio objeto inexpugnable, espectacular y compacto, convencido de que su obra está justificada por este concepto impreciso: “No quiero hacer el edificio más bonito –afirma Nouvel-, sino el lugar más hermoso”. Y es aquí donde aparece el pretexto (que no la fe inquebrantable), exterior, intenso, desmontable, en la figura de un pariente lejano, en la forma de un trasunto literario de ese vínculo extremo o de ese lazo; y es aquí donde se quiebran los cimientos. Roithamer, ahora, el personaje de Thomas Bernhard, el hombre entregado a la tarea de planear y construir un cono en el centro geométrico exacto del bosque de Kobernauss, desafiando las leyes de la construcción tradicional y buscando como única justificación de su tarea la “felicidad suprema”, tiene algo que contarnos y toma la palabra; y esto es lo que puede escucharse justo en el centro de una ciudad que estalla; esto es lo que sabemos (Corrección se titula la novela) del sabio Roithamer:

“Detestaba los términos arquitecto o arquitectura, y nunca decía “arquitecto” o “arquitectura”, y cada vez que yo decía esas palabras o que alguien pronunciaba las palabras “arquitecto” o “arquitectura”, el replicaba inmediatamente que no podía escuchar las palabras “arquitecto” o “arquitectura”, que aquellas dos palabras no eran sino deformidades verbales, abortos que un ser pensante no se permitiría utilizar y yo, por otra parte, jamás lo hacía en su presencia, incluso en cualquier otra parte después ya no usaba las palabras “arquitecto” o “arquitectura”, Höller también se había acostumbrado a no utilizar las palabras “arquitecto” o “arquitectura”, decíamos siempre “construcción” o bien “arte de la construcción”; que el término “construir” era uno de los más bellos que existen lo sabíamos desde que Roithamer había hablado sobre este tema...”

En el fondo, detrás de Roithamer está la sombra del pretexto (se dice que Wittgenstein –recuerda Jean-Pierre Cometti, en El gesto del arquitecto- figuró durante un tiempo en la guía telefónica vienesa bajo este título: profesión, ¡arquitecto!); y éste, a pesar de sus temores (o quizá por ellos) y a pesar de sus terribles tormentos, siempre buscó la “felicidad suprema” (en su concepción de la ética; en su visión de la estética; en su relación con la experiencia religiosa) y la luz blanca de la paz suprema; por encima de todas las cosas. Caminando por la ciudad se vive el tiempo complejo de todos los tiempos. Y, de la misma manera en que uno vive angustiado por la mezcla, en este mestizaje facetado, diseñado, según una clave secreta, esta correspondencia evidente ataca con saña a órganos vitales e importantes. La contradicción, entonces, siempre es constante, solidaria, espectacular y contradictoria. La filosofía del vínculo es tan sólo filosofía. Y toda filosofía arrastra, como un peso tenaz e imperceptible, su propia jerarquía de objeciones. Mario Bunge opina que Martin Heidegger era un esquizofrénico. Santiago Auserón, por su parte, ha pasado unos días en un balneario. Y Clément Rosset, mientras tanto, comenta que la propia identidad ya no tiene ninguna importancia; al menos desde el punto de vista de la biología (para la moral y para el derecho, sin embargo, continúa siendo básica la ficción de un yo responsable, no sólo de sus actos sino también del conjunto de todas sus intenciones).

La filosofía del vínculo aspira a la felicidad disolviendo en una nube todo el aliento nocivo de un deseo. Y es aquí donde entran las prisas. Françoise Truffaut recuerda, en uno de sus artículos recogidos en El placer de la mirada, una frase que se escucha en La regla del juego, la vieja película de Jean Renoir: “Estamos aquí para cazar, buen Dios, no para escribir nuestras memorias”. Pero, ¿cómo encarar la vida, la caza, el juego, según todo esto, si sólo renunciando a influir sobre los acontecimientos del mundo podré independizarme de él y, en cierto sentido, dominarlo? ¿Qué puedo hacer con un problema, subjetivamente hablando, si la solución al mismo sólo está en llevar el tipo de vida que haga desaparecer lo problemático? ¿Qué puedo hacer con el mundo cuando, epistemológicamente, éste es ya un mundo acabado, un mundo completo? ¿Y qué hacer con uno mismo cuando el ideal posible es una cierta indiferencia, un templo que sirva de contorno a las pasiones, pero sin mezclarse nunca con ellas? Aun así, la sombra del pretexto tiene dudas: el yo –reconoce-, el yo es lo más profundamente misterioso. ¿Y qué consigo yo siguiendo al pie de la letra los consejos y las recomendaciones del vínculo? Al parecer, sugiere el pretexto, “no perderme a mí mismo”. Y, Manuel Cruz, Catedrático de Filosofía de la Universidad de Barcelona, que es el responsable de la interesantísima introducción a la Conferencia sobre ética (Editorial Paidós) de Ludwig Wittgenstein (¡he aquí el vínculo; he aquí el pretexto; sólo de esto, de ética, trata este texto!), añade: “Se pierde aquel que no acepta entregarse enteramente a su destino –el que persigue vanos propósitos y el que vive atenazado por el miedo”. Y, más adelante, concluye: “El siglo será wittgensteiniano, si conseguimos olvidar a Wittgenstein”.

Y, claro está, llegados a este punto, vuelven de nuevo las prisas. ¿Tendré que subir a lo más alto, hasta el pico del cono de Roithamer, o hasta la cumbre de la Torre Agbar, encaramarme sobre ella, y desde allí victorioso, superadas todas las proposiciones, rebasados los conceptos, vencidos el deseo y los temores, y una vez archivadas las imágenes, la veracidad subjetiva inherente a todas ellas, alzarme al final con fuerza, mirarme cara a cara en el espejo, salir a pasear de nuevo, y arrojar lejos de mí esta escalera?

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